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NONADAS

Mujicalizar la política

ESPERO SUPERARLO: hace tres días que no puedo oír hablar a ningún político hispánico sin padecer unas intensas náuseas intelectuales. Y es que el domingo pasado se me ocurrió ver en la Sexta la entrevista al presidente de Uruguay, José Mújica, con ánimo más bien escéptico y un tanto gamberro; pensaba -qué ingenuo- que Mújica sería un friqui a lo presidente Chávez, que cantaría tangos o lloriquearía hablando de la revolución pendiente. El enésimo demagogo hispanoamericano, en suma. Bastaron los primeros tres minutos de entrevista para experimentar algo parecido a un shock paulino: de pronto, todo lo que la gente anhela en un político del siglo XXI aparecía encarnado en la figura desmañada de un viejo sabio de setenta y nueve años, un rey-filósofo platónico que complementa una visión casi mística del bien con un notable sentido común político, esa virtud que suele confundirse con grosero pragmatismo.

La venturosa rareza de Mújica no sólo reside en sus ideas y en su modo siempre directo de expresarlas. Mújica vive como piensa o piensa como vive: ha renunciado al 90% de su sueldo como presidente de Uruguay en favor de una cooperativa de viviendas sociales. Se ha negado a ocupar el Palacio Presidencial y ha convertido sus habitaciones en asilo infantil. Vive en su chacra, una pequeña cutrifinca en Rincón del Cerro donde suele recibir, con idéntica nonchalance, a periodistas y a jefes de Estado. Se desplaza al trabajo en un escarabajo de 1988 con el argumento de que los alemanes no saben fabricar máquinas efímeras. A la obvia pregunta de si este comportamiento no será una pose, responde socarronamente que, si lo fuera, la operación de márketing político le habría salido carísima, habida cuenta de que lleva cuarenta años viviendo así. Mújica es un monstruo -en sentido andaluz- de la política.

Sus ideas son simples y eficaces, una especie de socialdemocracia horizontal adaptada a la globalización económica triunfante: Uruguay ha salido del abismo en el que se sumió el país tras el corralito argentino de 2002 y goza, por ejemplo de una envidiable tasa de paro del 6,5%, en continuado descenso. Es tan crítico con el gasto público improductivo o superfluo como con la convicción neoliberal de que el mercado se basta por sí solo para producir riqueza. En vez de regodearse en sus éxitos incontestables, lamenta sus fracasos (la reforma educativa, por ejemplo) y se muestra comprensivo con sus críticos. No oculta su asombro ante la estulticia y acartonamiento de la clase política europea, más preocupada por defenderse del creciente descontento ciudadano que de cambiar el modo de entender la práctica de la política, es decir, de cambiar el «sistema».

Oyendo al presidente Mújica se experimenta un agradable consuelo: se puede acabar con los odiosos privilegios de casta tras los que se parapeta nuestra clase gobernante mujicalizando la política. Es difícil no porque sea imposible, sino porque requiere que los ciudadanos se mujicalicen previamente, es decir, que piensen. Ambos verbo son, en realidad, casi sinónimos.

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